Un legado de oprobio: Sobre la situación del compañero Marcelo Villarroel
El acumulado de fojas y causas pasaba de una oficina a otra, de un departamento a otro y de un ministerio a otro. Eran aun páginas blancas y no amarillentas como con el tiempo se pondrían. A decir verdad, muchas cosas en ese momento pasaban de una oficina a otra, la transición acomodaba y reordenaba las cosas para que nada cambiara.
La guerrilla urbana, asaltos, ajusticiamientos, metales, pólvora, declaraciones de encapuchados armados, autos robados, bancos y ráfagas de los años noventa se encontraban traducidos al lenguaje leguleyo de asociación ilícita, homicidio, coautor de homicidio, formación de grupo de combate, robo con intimidación, lesiones graves y un casi infinito etcétera.
Cinco delitos en distintas carpetas que se agrupaban con sus respectivas nomenclaturas judiciales eran llevados adelante por el funcionario judicial Arnoldo Dreyse Jolland, vedette del sistema judicial de los últimos años de la dictadura. El fin de la dictadura y el comienzo de la democracia hacen que gracias a un enroque cobre cierta relevancia Hernán Ramirez Rurange, ex jefe de la Dirección de Inteligencia Nacional del Ejército, y por los años noventa, juez militar al cual desembocaron todos estos archivos.
No le fue necesario leerlos completos, con una rápida hojeada sabía quién era quién y lo necesario de una dura condena. Ramírez había sido edecán personal de Pinochet, le molestaba profundamente esta transición de los “señores políticos”, pero también sabía lo que estaba pasando en las calles y la necesidad de continuar con el exterminio completo de la subversión. Los incontables atentados, los decomisos de armas, las emboscadas y asaltos mostraban una fuerza en los distintos grupos armados que no se había detenido completamente luego del plebiscito. Ya la dictadura se encontraba agotada y había que adaptarse a los nuevos tiempos para quitarle hasta el último aliento a aquellos que ni con las votaciones se conformaban. Había sangre, y mucha sangre tiñendo las calles de la democracia.
Ramírez firmó todo lo que tenía que firmar, aumentó todas las penas que podía aumentar, duplicó todos los delitos que pudo. Con un lápiz fue sumando con una sonrisa en su rostro: quince más ocho más diez más diez más tres…Cuarenta seis años de condena contra su procesado, aquel joven de 19 años militante del Mapu Lautaro.
Pero esos años para Ramírez también eran agitados y se encontraba conspirando a su manera. Mientras prestaba declaración, al ser acusado de ayudar a sacar del país a uno de los degolladores del dirigente sindical Tucapel Jiménez. Ramírez y sus compinches de armas se enteran que el químico de la DINA, experto en la fabricación de gases venenosos, Eugenio Berrios debía declarar por la muerte de Orlando Letelier. La transición comenzaba a abrir varios procesos en casos emblemáticos contra represores.
Unas rápidas juntas y conversaciones entre Ramírez y sus compañeros de armas, permiten sacar del país a Berrios para que en 1995 su cuerpo apareciera en una playa de Uruguay. No había ningún problema para acallar a sus propios cómplices y colaboradores, parece que eran otros los que se mataban como ratas entre si.